
El Colegio Oficial de Ciencias Políticas y Sociología de Castilla y León recomienda la lectura del artículo «La llave», publicado por Manuel Alcántara el 1 de agosto de 2025 en La Esquina Revestida.
¿Dónde está la llave? Una pregunta que es fácil escucharla por doquier. Lo interesante es que no solo la formulan las personas de talante olvidadizo cuya negligencia es su sello de identidad. En un momento u otro de su vida todo el mundo se ha cuestionado por el paradero de una determinada llave decisiva para abrir o cerrar una cerradura a la hora de iniciar o de concluir una tarea de tipo muy diferente en la casa, el coche, la oficina o el cajón del escritorio. La llave es el punto de inicio o de clausura de la mayoría de las actividades de cada día. ¿Quién no lleva una llave en su bolsillo?
Hay llaves de madera, así como de plástico y de muy diferentes tipos de metal. La dureza es una condición muy importante al igual que la dificultad que tenga a la hora de su duplicado. La estética ha desempeñado siempre cierto papel, aunque menor. Si bien en la mayoría de las situaciones la referencia a ella tiene este componente material, de ahí la posibilidad de que no se la encuentre por quedar olvidada en un rincón impensable, hay también una dimensión mental. Por ello, se habla de la llave del éxito como también de la llave de la sabiduría o de la llave mágica. En términos románticos es habitual referirse a la llave del corazón. Hay referencias a la llave del cielo, pero menos a la llave del infierno.
El llavero constituyó durante mucho tiempo uno de los símbolos más conspicuos de las relaciones de poder. Su papel es descrito en los textos sagrados de la mayoría de las religiones y en la tradición secular también ocupa un lugar central. El arca del siglo XV de la Universidad de Salamanca donde se guardaban documentos y activos valiosos se cerraba con diferentes llaves que quedaban en manos de distintos responsables. No obstante, hoy son ya habituales los llaveros electrónicos en los diferentes dispositivos de uso diario y la criptografía avanza para procurar llaves seguras con las que resguardar la vida digital. El uso facial, e incluso ocular, es un curioso instrumento para preservar la vieja función protectora de manera muy cómoda que reemplaza a la llave.
Él le dijo que una de las señas de mayor confianza que podía existir entre dos personas fuera que una entregara a la otra las llaves de su casa. Por eso se sentía, más que honrado, feliz, porque ella se las había dejado. Ella no le dio importancia porque, le contestó, él le había entregado la llave de su vida. Estar en posesión de una llave es, en cierto modo, un privilegio, pero a la vez significa contraer una responsabilidad. Mi amigo que trabaja en el mundo de los derechos humanos e imparte talleres en las cárceles lo sabe muy bien. El carcelero, un oficio de los más duros, requiere ser entrenado para conocer sus limitaciones y los efectos que su actuación tiene sobre seres humanos privados de libertad. De la misma manera ocurre con la persona que es depositaria de los secretos, afectos y contradicciones de quien se los entregó mediante la cesión de una llave esta vez simbólica.
Perder la llave puede ser un desastre. La involuntaria acción suele traer consigo consecuencias fatales por mucho que la actuación del cerrajero alivie la situación. En un primer momento deshace planes laboriosamente urdidos, rompe e incomoda la secuencia programada de la jornada y genera una sensación desagradable de pérdida de tiempo. Después las aguas vuelven a su cauce. Tener una copia de la llave en un lugar seguro es una alternativa adecuada que, sin embargo, algunas personas no consideran por desconfiar de la fiabilidad del depósito. Al final, la tensión que concibe la solución alternativa tomada hace que no valga la pena. El guarda llaves es un dolor de cabeza y el mandato de “¡ábrete Sésamo!” es una quimera.
Es el tercer día que ve la llave en la acera casi al borde del césped. Cuando la vio por primera vez sintió pena por la persona que la hubiera perdido habida cuenta de las complicaciones que aquella faena seguramente hubiera traído consigo. Pensó en cogerla, pero de inmediato desechó la idea, quizá a quien se le cayó volvería tras sus pasos en una búsqueda desesperada. El día siguiente, en el mismo lugar, bajo una suave lluvia, la llave resplandecía en su abandono inútil. Era una pieza más en el elenco de las cosas variopintas que pueden encontrarse en las calles dejadas por acción u omisión. Hoy, una semana después de la última vez que pasó por aquel lugar, la llave sigue allí. Cree percibir que la envuelve un ligero tono de óxido que contribuye a confundirla con el suelo.
Entonces, revive en un instante muchas de las historias de llaves que recuerda y siente que aquella llave huérfana en el suelo es la metáfora de algo que fue útil, más que ello, imprescindible. Su callada función cotidiana le hacía ser la guardiana de secretos, la responsable de abrir un espacio de salvaguardia, el instrumento por excelencia de la introspección y de la intimidad. Pero también es consciente de su posible tarea opuesta como cancerbera de la prisión que cierra toda eventualidad de liberación, de su carácter de oclusión. Perder la llave se convierte así en una cuestión confusa en función del sentido de la cerradura. También lo es del carácter desconocido de quien la perdió. Abrumado, empuja suavemente la llave con su pie hasta el césped donde se pierde y continúa su camino. Como hace con frecuencia cuando se trata de su geografía interior, palpa su bolsillo para cerciorarse que el manojo de llaves que siempre lleva consigo está en su lugar.
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