Desde el Colegio Oficial de Ciencias Políticas y Sociología de Castilla y León recomendamos la lectura del artículo «La apariencia», publicado por Manuel Alcántara el pasado 6 de junio de 2025 en La Esquina Revestida.
En una ocasión leyó un ensayo en torno a una expresión que había escuchado coloquialmente varias veces. ¡Usted no sabe con quién está hablando! Se trataba de un provocador exabrupto acerca del supuesto estatus de alguien que se sentía agraviado por un trato que estimaba vejatorio de parte de un interlocutor desconocido. Pues, en efecto, todos los que lo conocían sabían a la perfección quien era o, al menos, cuál era el reconocimiento formal que finalmente había alcanzado y que él pretendía que fuese universal. En una expresión coloquial hoy bastante en desuso esperaba que todos debieran saber cuál era su gracia. Por otra parte, participaba también de la creencia que formaba parte de una tradición que rezaba que el hábito hacía al monje. Sin embargo, ahora las cosas habían cambiado radicalmente.
Como la desconfianza se había desplegado por doquier era necesario insistir en el desarrollo de mecanismos que consolidaran imágenes impolutas de su existencia. No solo se trataba de seguir pautas modélicas en el vestir cotidiano. Asimismo, había que trazar sendas vitales que reforzaran relatos incuestionables y a la vez dignos de alabanza. La apariencia se hacía imprescindible. Desde su pareja hasta las amistades más o menos próximas deberían sentir la fuerza del cambio que se había propuesto para que finalmente estuvieran satisfechos del cumplimento de sus ideales. Renovarse o morir, había escuchado en alguna ocasión. De eso se trataba. Aliarse con la testadura fuerza del destino con espíritu de transformación. Además, la innovación era una palabra de moda. Porque en el fondo de lo que se trataba era hacer realidad la famosa frase de Lampedusa de cambiar para que nada cambiase.
Se aferraba a lo convencional. No había otra manera para sobrevivir en los momentos difíciles por los que pasaba el mundo. En la reunión del club a la que asistía todos los viernes escuchaba algo que ya había oído en su casa en los añejos relatos de los mayores durante su niñez. La apariencia como salvoconducto imprescindible para superar los tiempos de penumbra. Llegó a creer que aquello era cosa enterrada en el pasado y que los nuevos tiempos habían hecho germinar formas de vida diferentes. Pensaba que la epifanía que había vivido había transformado a la sociedad hacia formas más transparentes. Se decía que la autenticidad dominaba la convivencia y que la flexibilidad de las normas sociales reinaba de forma irreversible. Pero no era cierto.
En el colegio, cuando apenas tenía 10 años, escuchó a una profesora increpar a un compañero por haber empezado su intervención con el cauto latiguillo de “me parece…” con una soflama en la que básicamente le advirtió sobre la inconveniencia del uso de una fórmula tan cautelosa que abría las puertas a la incertidumbre. De lo que se trataba era de tener seguridad plena y no de pareceres. La subjetividad del yo debía dar un salto hacia la afirmación universal. Nada de tibiezas, de claroscuros, de verdades a medias. En definitiva, la apariencia debía quedar desterrada por la autenticidad. Han pasado muchos años de aquello y hoy siente que las cosas se han enrevesado.
Su activismo en las tres redes sociales en que participaba era moderado. Su actuación resultaba más pasiva que activa. Todos los días y en diferentes momentos consultaba los avatares limitándose en muy pocos casos a reenviar algo que en su opinión tenía cierto interés o, sobre todo, que afectaba a gente conocida. Cada vez era más consciente del carácter teatral de ese universo. De la gigantesca puesta en escena que se daba desde el nivel más estrictamente individual al llevado a cabo por las grandes corporaciones. La virtualidad había dado jaque al mundo en el que se movía hasta hacía apenas un lustro y hoy conocía el vigor de las denominadas formas de realidad alternativa.
Sabía de viejas amistades poseedoras de perfiles diversos sin coincidencia alguna con la imagen que tenía de ellas. Nunca se atrevía a cuestionarles su opción, prefería pasarlo por alto. ¡Allá cada cual! Participar en el juego universal donde todo el mundo estaba inserto resultaba menos oneroso. En una ocasión quiso construirse una imagen diferente que con el tiempo sustituyera a la que todo el mundo tenía de su vida pública. Sin embargo, el esfuerzo resultó vano por excesivo, pero sobre todo porque se dio cuenta que el retrato construido por los demás era efectivamente poderoso. No contaba para nada su voluntad ni su pretensión de modificarlo. La tribu había confeccionado su perfil y era imposible escaparse del mismo. Quedaba superado el clásico asunto de la identidad que sumaba, integrándolas, las respuestas a los interrogantes de “vivir de” y “vivir para”.
Pero ahora esa situación era reversible. La apariencia, habida cuenta que la vida transcurría por vericuetos diferentes donde lo distópico tenía cabida, podía construirse de acuerdo con parámetros a gusto del usuario. El ser no tenía relevancia alguna pues la intimidad era un asunto proceloso en demasía. Las nuevas formas de la economía de la vigilancia construían eficientes retratos individuales en cuyo seno las personas se diluían manteniendo a su vez perfiles estéticamente aceptados y coherentes con el soñado relato de la vida. El gozo gestaba un manto de unanimidad y de apacible conformidad. No había contradicción. Por fin, el semblante, como un traje a la medida, quebraría la contrariedad entre la mirada de los otros y la introspección individual. La uniformidad sería el resultado deseado que acabaría con la tensión gestada por la diferencia.
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