El Colegio de Ciencias Políticas y Sociología de Castilla y León les recomienda “Una casa”, un artículo de Manuel Alcántara en la Esquina Revestida del día 12 de julio de 2024
Hace años después de leer una reseña de una novela me animé a comprarla. No era la opinión favorable del crítico, ni el tema abordado, ni siquiera la profundidad o el estilo del autor, a quien, por otra parte, no conocía. Lo que llamó la atención, lo que me sedujo fue su título: A house by the lake. No importa si luego me gustó, si aprendí algo nuevo. No recuerdo nada, pero el título sigue en mi cabeza, de manera que de vez en cuando salta del almacén de frases hechas que atesoro no sé dónde y llena unos momentos de solaz existencia. Cuando el silencio lo invade todo, al percibir una tonalidad especial en la luz, una peculiar intensidad de las sombras, el cadencioso latir de las hojas que parecen querer huir de las ramas, la frase toma vida. No es necesario visualizar la lámina del agua, ni sus destellos, menos aún el reflejo de los árboles o de las nubes. El hecho de saber que están ahí y que dan sentido al espacio es suficiente. Tampoco es preciso compartirlo con nadie pues su valor conforma el íntimo patrimonio que uno atesora.
La disyuntiva de si importa la construcción, la configuración interna de la casa, o el lugar donde está ubicada es tramposa. También puede llegar a serlo el cúmulo de recuerdos depositados, el eco de la voz de las conversaciones mantenidas en el atardecer de los días estivales, de los susurros vertidos tras las declaraciones inconfesables, del frío invernal congelando el espíritu solo apaciguado por la chimenea. Las siluetas difuminadas de quienes estuvieron tampoco contribuyen a fijar el valor de lo que hoy es señuelo de un pasado que misteriosamente crea el presente. Todo ello, sin embargo, se encadena y supongo que define el estado de ánimo que en una breve frase en inglés de solo cinco palabras, sin verbo alguno, constituye algo similar a un epitafio, a una declaración existencial, a la proclamación sintética del sentir de la vida. ¿Quién no tiene un marchamo que exprese con usura de palabras esa circunstancia?
En mi deambular durante años acumulo cierto número de lugares en los que he vivido. Son muchos. Pero cuando pienso en mi casa la selección natural los elimina para definir uno solo, a pesar del significado que tuvieron en su momento y del carácter entrañable de algunos. Casi seguro que esa elección tiene que ver con dos factores coincidentes: el sitio en el que más tiempo y más recientemente he vivido. ¿Pero es apropiada la condición restrictiva de vivienda que lleva consigo? Una casa tiene la función de morada porque supone el espacio en el que uno se resguarda, de manera que lo sustantivo es la constitución de un caparazón donde estar protegido de las inclemencias del tiempo, descansar de los afanes del día a día y reparar los desatinos que infringe el entorno. Así las cosas, la ubicación pareciera ser un aspecto menor, aunque sabemos que no es así.Ella vive con su madre desde hace cinco años en una de las ciudades dormitorio próximas a la capital. Ambas son limpiadoras. El piso de protección oficial tiene dos habitaciones, una sala unida a la cocina y un servicio. En un diminuto balcón unos geranios languidecen abrasados por el sol estival. La casa tiene cuatro alturas y no hay ascensor, suerte que ellas viven en el segundo piso. Una vez, durante un mes recibieron a un pariente del lugar del que son originarias que llegó a la ciudad para hacerse unas pruebas médicas. Entonces ellas compartieron la misma cama. Tras aquella ocasión nunca las volvió a visitar nadie. La madre recuerda que cuando era niña en la casa familiar las puertas siempre estaban abiertas y todo el que pasaba por la calle entraba sin llamar.
Él vive solo en el centro de una gran ciudad. Su apartamento de un solo ambiente está en un sexto piso de un inmueble donde todavía hay cuatro más por encima. La única ventana con la que cuenta da a un patio y por ella apenas si puede saber si el día está nublado. La puerta del edificio está a diez metros de una estación de metro que no utiliza salvo en raras ocasiones porque tiene la suerte de poder ir caminando a su trabajo en una compañía de seguros. Cada día al oscurecer saca a pasear a su perro durante media hora a una plaza relativamente cercana en la que un quiosco está escoltado por media docena de acacias. Siempre lleva los audífonos puestos para escuchar podcasts referidos a su afición favorita que es el rock de los noventa. Su figura se confunde con la de muchas otras personas en idéntica pose. Se siente feliz. Nunca ha invitado a nadie a su casa porque el espacio es pequeño y poco acogedor. Además, no lo tiene por costumbre pues en la de sus padres cuando era pequeño no recibían visitas salvo las de los abuelos.
La habitación es luminosa. Cuenta con una cama sencilla, una mesita y una mecedora. Las generosas ramas del castaño cercano ofrecen un verdor relajante. Al amanecer el trinar de los pájaros ensordece, pero no supone molestia. Todos los días a primera hora de la mañana hace gimnasia en grupo. Por la tarde sale a pasear media hora con la ayuda de un andador. Después de cierto tiempo compartiendo el espacio con otra persona cuatro años mayor ha logrado finalmente el traslado a un cuarto individual. Su privacidad ha resultado ganadora y ha recibido nueva vida ante la que sentía que se le iba apagando. Ahora habla con orgullo de su casa con la nieta y con dos sobrinos así como con un matrimonio que fueron sus vecinos. Aunque frecuentes son sus únicas visitas. El lugar en el que los recibe es acogedor, pero siente no tener más intimidad porque en la hora social hay demasiada gente que termina estando encima.
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